"Si pudiera dormir rodeándote con mis brazos, la tinta podría quedarse en el tintero" (D. H. Lawrence)

jueves, 11 de febrero de 2016

"El sueño de Valentina"


Lo veía llegar cada mañana, taciturno, con el cabello oscuro encrespado, húmedo aún por la ducha, sentarse en la misma mesa y tomarse un café y una tostada. Agradecía con una tenue sonrisa el servicio y se enfrascaba en sus pensamientos sin otra función que masticar y tragar. Dejaba los cuarenta céntimos que redondeaban la consumición y se marchaba portando el mismo aire ausente con el que llegaba.
Val no sabía en qué trabajaba pero sí su nombre. Hubo un tiempo en que una chica lo llamaba por él, Gonzalo. En esa época él reía, compartía su plato con la joven y le guiñaba el ojo cuando ella se derretía con sus palabras. Después hubo un impasse de dos meses en que no volvió y Val sintió que las mañanas eran menos brillantes, a pesar del sol del verano, y el trabajo se le hizo más arduo. Y , de repente, un día lo vio pasar ante el escaparate, con ropa de deporte y el rostro demacrado, y toda ella se encendió.
Gonzalo regresó a su cafetería preferida, o quizá era la que caía a dos pasos de su apartamento, aunque no se sentó nunca más en la otra mesa. Escogió la que hacía esquina, desde la que no veía a nadie, dando la espalda a los clientes, con solo una pared de ladrillo rojo delante y la salida de la barra por donde Val se escabullía para servirle el pedido.
Ella se preguntaba si sabría qué aspecto tenía la muchacha que le atendía a diario; ella se conocía el de él de memoria. Nunca se habían cruzado sus ojos desde que regresó solo. Antes sí, pero teniendo una chica tan bonita a su lado, era imposible que se hubiera detenido a mirarla.
El tenía un cuerpo delgado, más desde que volvió, aunque ahora la ropa lo cubría por completo igual que las nubes tapaban el cielo; los ojos grises, más tormentosos que los de los nubarrones que de vez en cuando descargaban al otro lado de los ventanales; el pelo oscuro, como la calle cuando ella terminaba el curro y regresaba a su triste guarida.
Al día siguiente se festejaba el día de San Valentín y su jefe le había pedido que decorase el local – ni siquiera cayó en el detalle de que también era su santo, pero en fin, así eran las cosas en el mundo real – por lo que esa noche recortó corazones de cartulina en diferentes tonos de rosa y rojo y los ensartó en cordeles de lana blanca. También dibujó frases que sacó de internet y una de ellas le llenó el espíritu de nostalgia: “Amor no es aquello que queremos sentir sino aquello que sentimos sin querer”. Se mordió los labios y se tragó las lágrimas. Ella no sabía lo que era estar enamorada; no, no era exacto; no sabía lo que era sentirse amada, porque el primer día en que Gonzalo entró en la cafetería su corazón había dado un vuelco y desde entonces trotaba ligero cada vez que lo miraba. No importó que él acudiera un breve tiempo con aquella preciosa chica – aunque dolió – ni verlo feliz en su compañía, ni desgraciado sin ella...Casi hubiera preferido no ser testigo de la última fase puesto que no tenía posibilidad de consolarlo ni tampoco le servía de acicate; él jamás se fijaría en una persona tan anodina como ella...Le hubiera encantado ofrecerle su amistad y su compañía, pero se limitó a hacerle el desayuno con la misma dedicación que si fuera su amante; el café fuerte, la tostada en su punto, la mantequilla semi derretida...y una galleta de chocolate junto a la taza que él nunca solicitó pero con la que ella le obsequió desde el principio.
Era cierto que ella no había pedido sentir lo que sentía...pero allí estaba, tenaz y cálido; dándole un motivo a su existencia.
Ese catorce de febrero se levantó con un aliciente nuevo; horneó las galletas con mimo, las envolvió en su papel de estraza y llegó al establecimiento con quince minutos de adelanto; en diez ya había decorado el local , se había retocado el maquillaje y pintado los labios de un rosa muy suave, a juego con su delantal, y comenzó a atender a su clientela a las ocho en punto.
El público en general acogió con buen humor el ambiente festivo del día, agradeció las galletas – esta vez hubo para todos, gratis – y alabó la sonrisa de Valentina. Alguno incluso se acordó de felicitarla. Estaba riendo con un cliente cuando él entró por la puerta y se quedó clavado en el vano, mirándolo todo con un ceño fruncido que le hizo temer que saldría corriendo; sin embargo, Gonzalo se llegó hasta su mesa, contempló el pequeño paquete que ella le había dejado junto al servilletero y la interrogó con los ojos, plenos de sorpresa. Ella sólo se encogió de hombros y musitó Es mi santo; a lo que él replicó Entonces quien debería recibir regalos eres tú. Val sonrió y regresó a su santuario, tras la barra; le organizó el desayuno y lo pilló mirando la postal que había colgado intencionadamente frente a sus ojos, en el muro de ladrillo, con la frase que le había impactado.
La mirada gris volvió a posarse sobre ella. ¿Crees que el amor verdadero existe? preguntó no sin cierta ironía.
La sonrisa radiante de Val lo desarmó, haciéndolo parpadear, confuso.
Sé que el amor existe, dijo ella con parsimonia.
¿Porque te aman? .
No. porque amo yo.
Gonzalo no volvió a preguntar, consumió su comida y pagó como cada día. Valentina lo miró marchar con una sonrisa resignada aunque orgullosa de sí misma por haber provocado una leve conversación con el dueño de sus sentimientos. Lo consideró el mejor regalo que el pequeño cupido podía hacerle y mantuvo la sonrisa puesta para el resto de clientes.
Sin embargo, el impredecible destino le reservó un obsequio inestimable: a mediodía Gonzalo regresó a la cafetería y dejó una rosa roja sobre el mostrador. Su rostro se mantuvo serio pero el gris de su mirada no mostraba la habitual dureza del plomo sino la calidez del cuarzo. Cuando ella preguntó con sus expresivos ojos castaños él se limitó a decir Feliz día, Val. Y la dejó plantada, con la sonrisa más boba que había puesto en su vida, con una felicidad nueva rondando el órgano que latía por un extraño; un extraño que acababa de regalarle la primera flor de su vida. Un extraño que acababa de regalarle una promesa llamada esperanza. 

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