"Si pudiera dormir rodeándote con mis brazos, la tinta podría quedarse en el tintero" (D. H. Lawrence)

jueves, 2 de noviembre de 2017

Claro de luna


Necesitaba perderme. Renegar del ruido y el caos en que se estaba convirtiendo mi vida. Las alabanzas, las palmaditas en la espalda, las miradas de envidia...Resultaba un contacto tan vacío que me asqueaba. Conduje sin rumbo por carreteras del norte, entre árboles gigantes que formaban galerías de sombras para darme cobijo, maravillada por el color de las hojas que amarilleaban y el gris del cielo encapotado. Me habían hablado de una pequeña casa rural que regentaba un tipo peculiar , acostumbrado a dejar a los huéspedes a su suerte, y me pareció el lugar idóneo para esconderme. Desistía casi de mi propósito cuando lo hallé, al final de un sendero estrecho señalizado por un tablón que rezaba «Villa silencio». ¡Y por San Judas que lo era! Ni el piar incómodo de los pájaros al atardecer se percibía.
La casa constaba de una sola planta , con tejado a dos aguas y chimenea. De no salir humo por ella hubiera dado por abandonado el lugar; con todo, me mordí los labios con incertidumbre y miré en rededor. No se escuchaba un alma ni había más medios de locomoción que el mío. Resistí la tentación de dar media vuelta cuando la puerta de madera oscura se abrió y asomó por ella la faz de un hombre de mediana edad, con cabellos crespos y ojos verdes que parecieron taladrar mi ánimo. Vestía cómodos pantalones con botas a media pierna y camisa holgada, como si fuera cazador o siguiera la moda de otra época , pero la ropa le sentaba bien a su cuerpo fornido. Rechacé el pensamiento esbozando una sonrisa que supuse amable y me presenté con voz distante.
– Me hablaron de la casa ¿ tiene usted alojamiento para un par de noches?
El me estudió como si lo estuviera decidiendo, lo cual me incomodó, lo admito, pero luego se volvió en redondo y abrió la puerta para señalarme el interior.
– Es todo lo que hay – declaró.
«Todo» consistía en un salón abierto, con el fuego crepitando frente a un sofá acogedor , una mesa con sillas de madera auténtica, ventanales con vistas al bosque , una cocina rustica y un dormitorio sin baño. Vislumbré un bacín bajo la cama y un aguamanil en un rincón. Tentada de dar media vuelta me dije ¡Qué puñetas, sólo será una noche! y asentí al taciturno posadero. Le cerré la puerta en las narices, abrí mi maleta para ponerme cómoda y ya en chandal salí a otear el panorama. Olía bien. Hallé sopa sobre la mesa y pan crujiente así que , advertida de que el hombre era huraño, me serví a mi aire. Cuando llevé el plato a la cocina estaba vacía y el fogón helado pero no le di importancia. Me arrebujé en un chaquetón acolchado y salí a merodear por los alrededores. La luna estaba alta y permitía recorrer el bosque sin usar la linterna del móvil, que por cierto estaba sin cobertura, aunque fuera lo menos raro de semejante sitio. Me incomodaba que el silencio fuera «tan» silencioso. En un claro hallé un grupo de lápidas. Sin nombres, excepto una. Sólo piedras enhiestas sobre mullido verde. Intrigada, palpé las tumbas y rocé con las yemas el frontal de los sepulcros, esperando un relieve, por mínimo que fuera, pero no lo había.
– Nunca supe sus nombres -escuché en un susurro, sobresaltándome.
–¿ Les conoció?
Me miró de nuevo , severo.
– Igual que a usted.
Fruncí el ceño, molesta por su hermetismo.
– ¿Quiere decir que fueron huéspedes de la villa?
– Hace muchos años que nadie acudía en una noche como hoy – asintió, cruzado de brazos con indolencia – La noche de difuntos.
Me estremeció un escalofrío la columna vertebral y el pelo se me erizó con desconfianza.
– ¿Está insinuando que es usted un asesino en serie o algo así?
Su risa sonó hermosa, seductora, y mi estúpida mente me dijo que el hombre resultaba atractivo. ¡Menudo momento para menudencias!
– Mi nombre es Samuel. Samuel Vigil.
En un fogonazo recordé que ese era el único nombre que figuraba inscrito en el inquietante paisaje de piedra donde me había adentrado. Samuel Vigil (1815 – 1850)
– ¿Insinúa que está usted muerto? - repliqué, mas furiosa que asustada.
– Estamos – asintió.
Y entonces lo recordé. El paisaje arbolado, el ciervo que no vi, el precipicio...el silencio.


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